viernes, 27 de julio de 2012
martes, 19 de junio de 2012
A raíz de la mudanza en Austria y, como previsible consecuencia, la masiva venta de libros que ha tenido lugar hoy, me ha dado por pensar en la transformación que ha sufrido a lo largo de estos últimos años mi relación con ellos.
Empezó, como la de muchos, con la compra de mala gana de los prescriptos para el colegio.
Siguió, en la secundaria, con la compra voluntaria de algunos libros que podríamos llamar iniciáticos, siendo el primero de ellos (o el primero que recuerdo) "El túnel" de, como suelo decir, el tótem de la alegría: Ernesto Sábato (ese viejo amargado que a los 16 años nos hace creer que estamos descubriendo las verdades últimas del Universo).
Después vino un derrotero menor por los caminos de Dostoievski, Bioy Casares, más Sábato, un poco más de Dostoievski, algo de filosofía, Marx, Gramsci, etc. (oh, sí, algún día yo también fui de izquierda).
Bueno, el hecho es que llegué a los veinte años con el firme propósito que todo lector que se precie de tal lleva consigo: la construcción de mi biblioteca.
Así fue entonces como durante años me entregué a interminables recorridos por librerías de viejo, husmeando entre anaqueles y encontrando de a poco los libros que más tarde adornarían dignamente mis estantes: Flaubert, Balzac, Hemingway, Nietzsche, Popper, Wilde, Baudelaire, etc.
Todo eso hasta que un día crucé finalmente la frontera del mal, es decir, leí un libro en formato digital.
Y no sólo lo leí, sino que fue uno de los libros más transformadores de mi vida.
Imaginen la situación por un momento: un no-libro, es decir un simple texto no editado en papel, había logrado emocionarme.
En pocos días, el velo del prejuicio se corrió por completo y puso en evidencia lo obvio: lo importante había sido siempre el contenido, no el soporte.
Hasta ese momento, para mí, la lectura de verdad, la lectura con mayúsculas, era la de los libros/papel. Los libros digitales eran, en cambio, para los no lectores, gente fría y sin el vuelo necesario para leer cosas fuera del universo técnico/científico.
Y si bien el objeto libro en sí puede ser algo digno de coleccionarse (como cualquier cosa bien hecha por un ser humano; sobre todo si, como en mi caso, se tiene alma de coleccionista), reconozco que a partir de entonces mi relación con el libro/papel ya no fue la misma.
Para decirlo con claridad: a partir de entonces básicamente dejé de comprar los libros que podía conseguir en formato digital.
Dejó de interesarme tener en mi biblioteca el ejemplar en particular que había leído, empezó a molestarme cada vez más la falta de espacio y, tan poco afecto a las relecturas completas como veinte años en contacto con los libros me lo pueden demostrar, empecé a sentir que lo realmente importante había estado siempre conmigo: las ideas que la sumatoria de todos esos libros me habían dado.
Por supuesto que siempre habrá libros que, tal vez por costumbre y porque ya me han acompañado durante tanto tiempo, conservaré: algunas buenas ediciones de obras inmortales de la literatura universal, la colección de revistas Sur con notas de Borges, los regalados por amigos y gente que quiero, primeras ediciones, etc.
Miércoles veinte de junio de dos mil doce. Todo eso pensaba hoy cuando las pilas atravesaban la puerta.
Por fin, creo que la venta de libros que uno ha amado, así como las mudanzas, nos permiten ejercitar una virtud esencial para la vida: la virtud del desapego.
No es poco.
Empezó, como la de muchos, con la compra de mala gana de los prescriptos para el colegio.
Siguió, en la secundaria, con la compra voluntaria de algunos libros que podríamos llamar iniciáticos, siendo el primero de ellos (o el primero que recuerdo) "El túnel" de, como suelo decir, el tótem de la alegría: Ernesto Sábato (ese viejo amargado que a los 16 años nos hace creer que estamos descubriendo las verdades últimas del Universo).
Después vino un derrotero menor por los caminos de Dostoievski, Bioy Casares, más Sábato, un poco más de Dostoievski, algo de filosofía, Marx, Gramsci, etc. (oh, sí, algún día yo también fui de izquierda).
Bueno, el hecho es que llegué a los veinte años con el firme propósito que todo lector que se precie de tal lleva consigo: la construcción de mi biblioteca.
Así fue entonces como durante años me entregué a interminables recorridos por librerías de viejo, husmeando entre anaqueles y encontrando de a poco los libros que más tarde adornarían dignamente mis estantes: Flaubert, Balzac, Hemingway, Nietzsche, Popper, Wilde, Baudelaire, etc.
Todo eso hasta que un día crucé finalmente la frontera del mal, es decir, leí un libro en formato digital.
Y no sólo lo leí, sino que fue uno de los libros más transformadores de mi vida.
Imaginen la situación por un momento: un no-libro, es decir un simple texto no editado en papel, había logrado emocionarme.
En pocos días, el velo del prejuicio se corrió por completo y puso en evidencia lo obvio: lo importante había sido siempre el contenido, no el soporte.
Hasta ese momento, para mí, la lectura de verdad, la lectura con mayúsculas, era la de los libros/papel. Los libros digitales eran, en cambio, para los no lectores, gente fría y sin el vuelo necesario para leer cosas fuera del universo técnico/científico.
Y si bien el objeto libro en sí puede ser algo digno de coleccionarse (como cualquier cosa bien hecha por un ser humano; sobre todo si, como en mi caso, se tiene alma de coleccionista), reconozco que a partir de entonces mi relación con el libro/papel ya no fue la misma.
Para decirlo con claridad: a partir de entonces básicamente dejé de comprar los libros que podía conseguir en formato digital.
Dejó de interesarme tener en mi biblioteca el ejemplar en particular que había leído, empezó a molestarme cada vez más la falta de espacio y, tan poco afecto a las relecturas completas como veinte años en contacto con los libros me lo pueden demostrar, empecé a sentir que lo realmente importante había estado siempre conmigo: las ideas que la sumatoria de todos esos libros me habían dado.
Por supuesto que siempre habrá libros que, tal vez por costumbre y porque ya me han acompañado durante tanto tiempo, conservaré: algunas buenas ediciones de obras inmortales de la literatura universal, la colección de revistas Sur con notas de Borges, los regalados por amigos y gente que quiero, primeras ediciones, etc.
Miércoles veinte de junio de dos mil doce. Todo eso pensaba hoy cuando las pilas atravesaban la puerta.
Por fin, creo que la venta de libros que uno ha amado, así como las mudanzas, nos permiten ejercitar una virtud esencial para la vida: la virtud del desapego.
No es poco.
domingo, 17 de junio de 2012
sábado, 19 de mayo de 2012
Más de una vez he hablado de la importancia de enfocarse, de
usar la energía vital para las cosas que uno ama.
Y sí, eso está muy bien. Pero habría que decir algo más,
quizás tan importante como lo primero: aún cuando uno haga las cosas que ama,
casi todo logro más o menos importante tiene zonas grises, momentos no del todo
agradables y en los que se pelea contra cierto grado de dificultad.
El que decide tocar la guitarra, por ejemplo, se encontrará
durante un buen tiempo con la sensación de que sus dedos no responden. Se
sentirá profundamente torpe e incapaz.
Lo mismo puede decirse de cualquier otra área de
conocimiento, en particular las de menor contenido lúdico.
Asumámoslo: hacer lo que uno ama no implica ausencia de
frustración.
La frustración y la sensación cotidiana de fracaso forman
parte de todo proceso de aprendizaje y tener éxito consiste en saber lidiar con
esas emociones negativas y convertirlas en algo pasajero.
Y acá viene la clave, entonces: sentir amor por eso que se
hace, tener una convicción profunda y absoluta de querer llegar a determinada
meta, es el único combustible con el que se puede atravesar ese tramo complicado
de la ruta.
De lo contrario uno termina quedándose siempre al borde del camino, perdido e impotente.
De lo contrario uno termina quedándose siempre al borde del camino, perdido e impotente.
jueves, 10 de mayo de 2012
Así como para lograr cualquier tipo de habilidad física es necesario invertir cierta cantidad de tiempo y esfuerzo, el mismo principio aplica en el campo de las habilidades emocionales.
Esto es algo absolutamente esencial si uno se propone internalizar nuevas ideas (que terminan siendo con el tiempo cambios de paradigma y cosmovisión), pero a lo que pocas veces se presta debida atención.
El problema, creo, es la falsa sensación de cambio que producen las ideas nuevas.
Si yo decido aprender a tocar el piano, necesariamente tocaré pésimo durante un buen tiempo, hasta que mi cerebro sea capaz de enviar las órdenes adecuadas a mis manos y éstas de obedecer.
Y es así por la sencilla razón de que ni mi cerebro ni mis manos conocen esa tarea.
Ahora bien, las ideas no funcionan de la misma forma. Una idea nueva es algo que uno puede comprender inmediatamente y tiene la sensación de que como la ha comprendido y hasta es capaz de explicarla, ya se encuentra disponible como recurso.
El problema, repito, es que no es así. Y no lo es porque las ideas productoras de cambio deben librar una batalla cruel e implacable contra ideas viejas instaladas probablemente desde hace años, quizás una vida. Y la fuerza de esas ideas es tal y uno las ha hecho crecer durante tanto tiempo, que se necesita de una fuerza equivalente para derrotarlas.
Entonces, no alcanza con leer un gran libro o escuchar una gran frase. Es necesario, en cambio, leer 20, 30, 40 libros con ideas similares y machacar incansablemente, día y noche, esos conceptos.
Y no sólo machacar, sino actuar en consecuencia, porque de lo contrario nuestra mente advertirá la impostura y descartará todo, considerándolo poco más que una farsa.
¿Cuántas veces uno ha sentido que una nueva visión de las cosas arrasaba con todo lo previamente aceptado para comprobar, algún tiempo después, que esa misma visión terminaba completamente diluida?
Si uno realiza una serie de ejercicios, quizás tenga suerte y los músculos se hinchen un poco, pero si no sigue con las series durante un buen tiempo los músculos volverán a su forma original, no sólo porque el esfuerzo fue insuficiente, sino porque la atrofia es su esencia.
Del mismo modo, un cerebro habituado a pensar de determinada forma durante años, necesita una fuerza equivalente capaz de revertir la inercia.
Un libro no alcanza. Una serie de ejercicios tampoco.
La diosa Fortuna ama a los perseverantes.
Esto es algo absolutamente esencial si uno se propone internalizar nuevas ideas (que terminan siendo con el tiempo cambios de paradigma y cosmovisión), pero a lo que pocas veces se presta debida atención.
El problema, creo, es la falsa sensación de cambio que producen las ideas nuevas.
Si yo decido aprender a tocar el piano, necesariamente tocaré pésimo durante un buen tiempo, hasta que mi cerebro sea capaz de enviar las órdenes adecuadas a mis manos y éstas de obedecer.
Y es así por la sencilla razón de que ni mi cerebro ni mis manos conocen esa tarea.
Ahora bien, las ideas no funcionan de la misma forma. Una idea nueva es algo que uno puede comprender inmediatamente y tiene la sensación de que como la ha comprendido y hasta es capaz de explicarla, ya se encuentra disponible como recurso.
El problema, repito, es que no es así. Y no lo es porque las ideas productoras de cambio deben librar una batalla cruel e implacable contra ideas viejas instaladas probablemente desde hace años, quizás una vida. Y la fuerza de esas ideas es tal y uno las ha hecho crecer durante tanto tiempo, que se necesita de una fuerza equivalente para derrotarlas.
Entonces, no alcanza con leer un gran libro o escuchar una gran frase. Es necesario, en cambio, leer 20, 30, 40 libros con ideas similares y machacar incansablemente, día y noche, esos conceptos.
Y no sólo machacar, sino actuar en consecuencia, porque de lo contrario nuestra mente advertirá la impostura y descartará todo, considerándolo poco más que una farsa.
¿Cuántas veces uno ha sentido que una nueva visión de las cosas arrasaba con todo lo previamente aceptado para comprobar, algún tiempo después, que esa misma visión terminaba completamente diluida?
Si uno realiza una serie de ejercicios, quizás tenga suerte y los músculos se hinchen un poco, pero si no sigue con las series durante un buen tiempo los músculos volverán a su forma original, no sólo porque el esfuerzo fue insuficiente, sino porque la atrofia es su esencia.
Del mismo modo, un cerebro habituado a pensar de determinada forma durante años, necesita una fuerza equivalente capaz de revertir la inercia.
Un libro no alcanza. Una serie de ejercicios tampoco.
La diosa Fortuna ama a los perseverantes.
jueves, 26 de abril de 2012
A veces, cuando reflexiono sobre la interminable decadencia argentina, esa que empezó alrededor de 1930 y ya lleva más de 80 años, más que sorprenderme y preguntarme cuándo habrá de terminar, pienso en cambio en lo excepcional que fue aquel período 1880-1930.
Que una sociedad tan atrasada, tal vez la colonia española más pobre de América, haya llegado tan lejos es, como mínimo, sorprendente.
Basta leer algunos libros de historia para darse cuenta de que los peores vicios de esa España cuasi medieval estaban más que arraigados en el Río de la Plata hasta bien entrado el siglo XIX.
El autoritarismo, el militarismo, el catolicismo inquisidor, el incumplimiento de la ley y las formas personalistas de gobierno; en fin, todos los elementos que caracterizan a una sociedad atrasada y son enemigos del progreso y la libertad que es su condición fundamental.
La pregunta que nos tendríamos que hacer entonces no es por qué Argentina se encuentra en el estado de decadencia actual, sino cómo hizo para torcer su destino durante esos 50 años en que pasó de ser una de las colonias más pobres de América a convertirse en el país con mayor desarrollo de América del Sur y uno de los más avanzados del mundo.
Y la respuesta, para mí, es clara: Argentina logró el desarrollo con el triunfo de las ideas liberales de Alberdi y Sarmiento (no fueron los únicos, pero sí tal vez los más importantes).
Con esas ideas llegaron las libertades políticas y económicas, las grandes inversiones, la inmigración europea; en fin, la civilización.
Esas ideas son las que, guste o no, han generado a lo largo del tiempo la riqueza y el progreso de las naciones, porque son las únicas que verdaderamente liberan el potencial del individuo y frenan el avance descontrolado de ese Leviatán filantrópico llamado Estado que no hace más que explotarlo y oprimirlo bajo el constante amparo de las consignas más nobles.
Esas ideas, que maduraron en la Europa de la Ilustración y que, bueno es recordarlo, fueron una reacción contra los Estados monárquicos absolutistas del siglo XVIII, han sido derrotadas en Argentina hace más de 80 años y reemplazadas por las viejas ideas coloniales de las que nunca llegamos a librarnos realmente.
He ahí el problema. No es la actual decadencia una desviación inexplicable de un destino de grandeza que todavía espera por nosotros. No. Es, por el contrario, el amargo y previsible retorno a un subdesarrollo al que erróneamente creimos superado.
Así, más que sorprendernos de dónde estamos, deberíamos sorprendernos de haber estado alguna vez en un lugar distinto. No es que la situación actual sea una pesadilla; es que aquello otro fue un sueño.
Que una sociedad tan atrasada, tal vez la colonia española más pobre de América, haya llegado tan lejos es, como mínimo, sorprendente.
Basta leer algunos libros de historia para darse cuenta de que los peores vicios de esa España cuasi medieval estaban más que arraigados en el Río de la Plata hasta bien entrado el siglo XIX.
El autoritarismo, el militarismo, el catolicismo inquisidor, el incumplimiento de la ley y las formas personalistas de gobierno; en fin, todos los elementos que caracterizan a una sociedad atrasada y son enemigos del progreso y la libertad que es su condición fundamental.
La pregunta que nos tendríamos que hacer entonces no es por qué Argentina se encuentra en el estado de decadencia actual, sino cómo hizo para torcer su destino durante esos 50 años en que pasó de ser una de las colonias más pobres de América a convertirse en el país con mayor desarrollo de América del Sur y uno de los más avanzados del mundo.
Y la respuesta, para mí, es clara: Argentina logró el desarrollo con el triunfo de las ideas liberales de Alberdi y Sarmiento (no fueron los únicos, pero sí tal vez los más importantes).
Con esas ideas llegaron las libertades políticas y económicas, las grandes inversiones, la inmigración europea; en fin, la civilización.
Esas ideas son las que, guste o no, han generado a lo largo del tiempo la riqueza y el progreso de las naciones, porque son las únicas que verdaderamente liberan el potencial del individuo y frenan el avance descontrolado de ese Leviatán filantrópico llamado Estado que no hace más que explotarlo y oprimirlo bajo el constante amparo de las consignas más nobles.
Esas ideas, que maduraron en la Europa de la Ilustración y que, bueno es recordarlo, fueron una reacción contra los Estados monárquicos absolutistas del siglo XVIII, han sido derrotadas en Argentina hace más de 80 años y reemplazadas por las viejas ideas coloniales de las que nunca llegamos a librarnos realmente.
He ahí el problema. No es la actual decadencia una desviación inexplicable de un destino de grandeza que todavía espera por nosotros. No. Es, por el contrario, el amargo y previsible retorno a un subdesarrollo al que erróneamente creimos superado.
Así, más que sorprendernos de dónde estamos, deberíamos sorprendernos de haber estado alguna vez en un lugar distinto. No es que la situación actual sea una pesadilla; es que aquello otro fue un sueño.
martes, 24 de abril de 2012
"¿De qué cosas te arrepentís en tu vida?"
Esta pregunta, tan frecuente en entrevistas a personas públicas, es, creo, una de las más estériles y tramposas que uno pueda formularse.
Arrepentirse es trasladar el yo actual al pasado y pensar cómo se respondería a una situación ya vivida.
El problema es que entonces actuamos como actuamos porque nuestro yo era otro y no el actual; más aún, nuestro yo actual está en gran medida determinado por las situaciones vividas por los distintos yo a lo largo del tiempo, es decir por la sumatoria de esos yo pasados que, desde el presente, intentamos recrear y censurar de manera inútil.
¿De qué me arrepiento, entonces? De nada. No hay ningún pasado al cual volver y lo que hace la diferencia, en definitiva, es la forma en que uno se responde los por qué/para qué pasan las cosas.
El infierno es, después de todo, una forma de pensar.
Esta pregunta, tan frecuente en entrevistas a personas públicas, es, creo, una de las más estériles y tramposas que uno pueda formularse.
Arrepentirse es trasladar el yo actual al pasado y pensar cómo se respondería a una situación ya vivida.
El problema es que entonces actuamos como actuamos porque nuestro yo era otro y no el actual; más aún, nuestro yo actual está en gran medida determinado por las situaciones vividas por los distintos yo a lo largo del tiempo, es decir por la sumatoria de esos yo pasados que, desde el presente, intentamos recrear y censurar de manera inútil.
¿De qué me arrepiento, entonces? De nada. No hay ningún pasado al cual volver y lo que hace la diferencia, en definitiva, es la forma en que uno se responde los por qué/para qué pasan las cosas.
El infierno es, después de todo, una forma de pensar.
martes, 21 de febrero de 2012
miércoles, 8 de febrero de 2012
martes, 7 de febrero de 2012
lunes, 6 de febrero de 2012
Me pregunto si existe algún vínculo entre la percepción de una realidad trascendente y los estados alterados de conciencia.
En realidad es una pregunta que me da vueltas desde hace tiempo y que me vuelve a surgir ahora, cuando recuerdo el preciso instante en que iba a desayunar a Pasaporte durante mi última visita a Rosario.
Caminando por el bajo, cerrando por momentos los párpados para recibir la primera luz del sol de la mañana, sin dormir y con los vestigios de algo que siempre me conecta con lo mejor de mí mismo he llegado a pensar que sí, que hay un fragmento de la realidad que sólo se hace visible en esos momentos extremos en donde la visión de lo que nos rodea ya no es la misma.
El mundo no es sólo el mundo, los hombres no son sólo los hombres y las cosas no son sólo las cosas.
Uno es todo. Todo es uno. Y por un instante, acaso falso y fugaz, se experimenta el Absoluto.
En realidad es una pregunta que me da vueltas desde hace tiempo y que me vuelve a surgir ahora, cuando recuerdo el preciso instante en que iba a desayunar a Pasaporte durante mi última visita a Rosario.
Caminando por el bajo, cerrando por momentos los párpados para recibir la primera luz del sol de la mañana, sin dormir y con los vestigios de algo que siempre me conecta con lo mejor de mí mismo he llegado a pensar que sí, que hay un fragmento de la realidad que sólo se hace visible en esos momentos extremos en donde la visión de lo que nos rodea ya no es la misma.
El mundo no es sólo el mundo, los hombres no son sólo los hombres y las cosas no son sólo las cosas.
Uno es todo. Todo es uno. Y por un instante, acaso falso y fugaz, se experimenta el Absoluto.
miércoles, 1 de febrero de 2012
Existen pocas sensaciones más poderosas que la de plantearse ser mejor que aquellos a quienes se admira.
Y no es un tema de soberbia, sino de intentar correr siempre el límite de lo que creemos posible.
Después, esa superación puede darse o no, pero es un motor que siempre se debería tener encendido.
Es, creo, una de las mayores señales de madurez a la que se pueda aspirar.
Y no es un tema de soberbia, sino de intentar correr siempre el límite de lo que creemos posible.
Después, esa superación puede darse o no, pero es un motor que siempre se debería tener encendido.
Es, creo, una de las mayores señales de madurez a la que se pueda aspirar.
lunes, 23 de enero de 2012
domingo, 22 de enero de 2012
viernes, 20 de enero de 2012
Ayer, mientras veía un poco de tele, enganché una de esas típicas peleas de gran hermano (me resulta increíble que se siga haciendo ese programa; no sé cuántas ediciones lleva ya, en fin...).
En este caso, el cruce era entre un flaco (putazo) y una mina.
El punto es que en un momento ella le decía algo como "me la banco porque estamos acá adentro; si estuviéramos afuera te re cago a trompadas".
¿Pueden creerlo? Ella, una mujer, amenaza a un hombre con cagarlo a trompadas.
Por su parte él, un hombre, no siente atracción por las mujeres sino, claro, por los hombres.
Ya sé que no tiene sentido sacar ningún tipo de conclusiones a partir de un hecho puntual, pero la frecuencia con que veo este tipo de cosas no puede menos que llamarme la atención.
Lo confieso: el desorden de roles que desde hace años estamos viviendo no deja de sorprenderme.
Demasiadas mujeres renegando de su naturaleza y sin la menor dosis de femineidad.
Demasiados hombres acobardados, faltos de carácter y sin la menor dosis de dignidad.
Pero claro, ¿qué hacer cuando se ha instalado con tanta fuerza la idea de que todos los roles hombre/mujer del pasado son una mera arbitrariedad pergeñada por un género para someter al otro? De ahí al resentimiento y la culpa hay un solo paso.
Ha habido opresión, eso es innegable. Pero también es innegable que hay una dimensión biológica, evolutiva, que explica infinidad de comportamientos.
El problema en este campo de las relaciones es que se ha instalado la falacia de la igualdad.
Así como la religión ha jodido completamente la fisiología y el equilibrio emocional del ser humano con sus infinitas trabas a la sexualidad, del mismo modo (en mi opinión) esta falacia de la igualdad y esta confusión total de roles está destruyendo completamente el equilibrio yin yang en las relaciones hombre/mujer.
Así las cosas, ¿a quién puede sorprenderle el grado de alienación en que vivimos?
En este caso, el cruce era entre un flaco (putazo) y una mina.
El punto es que en un momento ella le decía algo como "me la banco porque estamos acá adentro; si estuviéramos afuera te re cago a trompadas".
¿Pueden creerlo? Ella, una mujer, amenaza a un hombre con cagarlo a trompadas.
Por su parte él, un hombre, no siente atracción por las mujeres sino, claro, por los hombres.
Ya sé que no tiene sentido sacar ningún tipo de conclusiones a partir de un hecho puntual, pero la frecuencia con que veo este tipo de cosas no puede menos que llamarme la atención.
Lo confieso: el desorden de roles que desde hace años estamos viviendo no deja de sorprenderme.
Demasiadas mujeres renegando de su naturaleza y sin la menor dosis de femineidad.
Demasiados hombres acobardados, faltos de carácter y sin la menor dosis de dignidad.
Pero claro, ¿qué hacer cuando se ha instalado con tanta fuerza la idea de que todos los roles hombre/mujer del pasado son una mera arbitrariedad pergeñada por un género para someter al otro? De ahí al resentimiento y la culpa hay un solo paso.
Ha habido opresión, eso es innegable. Pero también es innegable que hay una dimensión biológica, evolutiva, que explica infinidad de comportamientos.
El problema en este campo de las relaciones es que se ha instalado la falacia de la igualdad.
Así como la religión ha jodido completamente la fisiología y el equilibrio emocional del ser humano con sus infinitas trabas a la sexualidad, del mismo modo (en mi opinión) esta falacia de la igualdad y esta confusión total de roles está destruyendo completamente el equilibrio yin yang en las relaciones hombre/mujer.
Así las cosas, ¿a quién puede sorprenderle el grado de alienación en que vivimos?
martes, 17 de enero de 2012
sábado, 14 de enero de 2012
miércoles, 11 de enero de 2012
martes, 10 de enero de 2012
Con el tiempo he notado que una de las características más salientes de la gente pobre es hablar de posesiones en diminutivo.
Ellos no tienen o quieren comprarse una casa; tienen o quieren comprarse una casita.
Tampoco tienen o quieren un auto, sino un autito.
Del mismo modo, tienen o aspiran a un laburito, y así podríamos seguir con la lista.
Es impresionante hasta qué punto el lenguaje de una persona revela el paisaje mental en que transcurre su vida.
En un mundo limitado y pequeño, el lenguaje y las ideas que se articulan también lo son.
Y como los pensamientos y el lenguaje crean la realidad en la que se vive, la consecuente fatalidad de todo esto es una pobreza que se reproduce a sí misma.
Así, la pobreza es, ante todo, una realidad interior que el exterior respeta y traduce.
Ya sé que al escribir esto me expongo a ser tildado de reaccionario, facho, darwinista social o idiota útil de la explotación capitalista, pero más allá de eso (que tengo muy presente y no desdeño) lo que quiero resaltar es hasta qué punto las ideas tienen el enorme poder de trazar nuestro destino.
Ideas, paradigma, cosmovisión.
Existen sobrados ejemplos de personas cuyas vidas dieron un vuelco a partir de un cambio radical en sus pensamientos dominantes.
El mundo, esa realidad multiforme y compleja es, finalmente, lo que nosotros pensamos que es.
Causa, efecto. He ahí una de las lógicas más implacables del universo.
La advirtamos o no.
Ellos no tienen o quieren comprarse una casa; tienen o quieren comprarse una casita.
Tampoco tienen o quieren un auto, sino un autito.
Del mismo modo, tienen o aspiran a un laburito, y así podríamos seguir con la lista.
Es impresionante hasta qué punto el lenguaje de una persona revela el paisaje mental en que transcurre su vida.
En un mundo limitado y pequeño, el lenguaje y las ideas que se articulan también lo son.
Y como los pensamientos y el lenguaje crean la realidad en la que se vive, la consecuente fatalidad de todo esto es una pobreza que se reproduce a sí misma.
Así, la pobreza es, ante todo, una realidad interior que el exterior respeta y traduce.
Ya sé que al escribir esto me expongo a ser tildado de reaccionario, facho, darwinista social o idiota útil de la explotación capitalista, pero más allá de eso (que tengo muy presente y no desdeño) lo que quiero resaltar es hasta qué punto las ideas tienen el enorme poder de trazar nuestro destino.
Ideas, paradigma, cosmovisión.
Existen sobrados ejemplos de personas cuyas vidas dieron un vuelco a partir de un cambio radical en sus pensamientos dominantes.
El mundo, esa realidad multiforme y compleja es, finalmente, lo que nosotros pensamos que es.
Causa, efecto. He ahí una de las lógicas más implacables del universo.
La advirtamos o no.
domingo, 1 de enero de 2012
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