martes, 29 de marzo de 2011

Terapia

Hace ya un tiempo que noto cierto patrón en mis sesiones con el analista y es que se extienden bastante más de la cuenta. Digamos, una sesión de 30 minutos suele durar 40, incluso a veces 45. No tengo la más remota idea de si esto es algo normal, una suerte de estándar para los analistas, sobre todo teniendo en cuenta que muchas veces es casi criminal cortar cierta hilación de un paciente que acaba de entrar en arenas movedizas. Pero el punto que quería remarcar es que me gusta sentir que mi analista se engancha con lo que le estoy contando, no porque eso sea importante en sí (lo importante en una terapia soy yo, y la capacidad de mi analista de ayudarme a pensar) sino porque la impresión de que es así facilita el hecho de soltarme e intentar comunicar al menos una parte de mí. Y digo una parte porque claro, las cosas que tendría que contar son tantas y por momentos es tan difícil tratar de hacerle entender a otro qué cosas se han vivido, por qué se actúa como se actúa y, finalmente, cuáles son los pequeños y grandes acontecimientos que lo han llevado a uno a ser quien es, que a veces no dan ni ganas de empezar. Lograr esa transferencia de emociones es una de las cosas más complicadas del mundo. Con todo, el intento quizás valga la pena. Aunque más no sea para escucharse a uno mismo en voz alta y en compañía de un testigo (asumámoslo) calificado.