sábado, 19 de mayo de 2012

Más de una vez he hablado de la importancia de enfocarse, de usar la energía vital para las cosas que uno ama.
Y sí, eso está muy bien. Pero habría que decir algo más, quizás tan importante como lo primero: aún cuando uno haga las cosas que ama, casi todo logro más o menos importante tiene zonas grises, momentos no del todo agradables y en los que se pelea contra cierto grado de dificultad.
El que decide tocar la guitarra, por ejemplo, se encontrará durante un buen tiempo con la sensación de que sus dedos no responden. Se sentirá profundamente torpe e incapaz.
Lo mismo puede decirse de cualquier otra área de conocimiento, en particular las de menor contenido lúdico.
Asumámoslo: hacer lo que uno ama no implica ausencia de frustración.
La frustración y la sensación cotidiana de fracaso forman parte de todo proceso de aprendizaje y tener éxito consiste en saber lidiar con esas emociones negativas y convertirlas en algo pasajero.
Y acá viene la clave, entonces: sentir amor por eso que se hace, tener una convicción profunda y absoluta de querer llegar a determinada meta, es el único combustible con el que se puede atravesar ese tramo complicado de la ruta.
De lo contrario uno termina quedándose siempre al borde del camino, perdido e impotente.

jueves, 10 de mayo de 2012

Así como para lograr cualquier tipo de habilidad física es necesario invertir cierta cantidad de tiempo y esfuerzo, el mismo principio aplica en el campo de las habilidades emocionales.
Esto es algo absolutamente esencial si uno se propone internalizar nuevas ideas (que terminan siendo con el tiempo cambios de paradigma y cosmovisión), pero a lo que pocas veces se presta debida atención.
El problema, creo, es la falsa sensación de cambio que producen las ideas nuevas.
Si yo decido aprender a tocar el piano, necesariamente tocaré pésimo durante un buen tiempo, hasta que mi cerebro sea capaz de enviar las órdenes adecuadas a mis manos y éstas de obedecer.
Y es así por la sencilla razón de que ni mi cerebro ni mis manos conocen esa tarea.
Ahora bien, las ideas no funcionan de la misma forma. Una idea nueva es algo que uno puede comprender inmediatamente y tiene la sensación de que como la ha comprendido y hasta es capaz de explicarla, ya se encuentra disponible como recurso.
El problema, repito, es que no es así. Y no lo es porque las ideas productoras de cambio deben librar una batalla cruel e implacable contra ideas viejas instaladas probablemente desde hace años, quizás una vida. Y la fuerza de esas ideas es tal y uno las ha hecho crecer durante tanto tiempo, que se necesita de una fuerza equivalente para derrotarlas.
Entonces, no alcanza con leer un gran libro o escuchar una gran frase. Es necesario, en cambio, leer 20, 30, 40 libros con ideas similares y machacar incansablemente, día y noche, esos conceptos.
Y no sólo machacar, sino actuar en consecuencia, porque de lo contrario nuestra mente advertirá la impostura y descartará todo, considerándolo poco más que una farsa.
¿Cuántas veces uno ha sentido que una nueva visión de las cosas arrasaba con todo lo previamente aceptado para comprobar, algún tiempo después, que esa misma visión terminaba completamente diluida?
Si uno realiza una serie de ejercicios, quizás tenga suerte y los músculos se hinchen un poco, pero si no sigue con las series durante un buen tiempo los músculos volverán a su forma original, no sólo porque el esfuerzo fue insuficiente, sino porque la atrofia es su esencia.
Del mismo modo, un cerebro habituado a pensar de determinada forma durante años, necesita una fuerza equivalente capaz de revertir la inercia.
Un libro no alcanza. Una serie de ejercicios tampoco.
La diosa Fortuna ama a los perseverantes.