Hace unos días participé de una discusión en la que dije que no creía en Argentina (dije incluso que la odiaba, lo cual no es cierto; la idea era reflejar la frustración que me producía un país empecinado en el fracaso, pero creo que igual no se entendió bien). Lo que me gustaría remarcar es mi convicción de que en ciertos casos la lucha no tiene sentido. Cuando una sociedad persiste en el error de manera sistemática y no muestra la más mínima voluntad de aprender de sus fracasos y evolucionar, quedar en minoría es la fórmula perfecta para la frustración. Uno argumenta, trata de debatir posiciones de manera más o menos racional, y lo único que encuentra son pasiones desbordadas, intereses mezquinos, caprichos e ignorancia. Creo que la lucha tiene sentido cuando es individual o cuando es colectiva pero existe disposición a aprender y debatir (en la individual, se entiende, todo depende de nosotros y es mucho más fácil). No niego que ha habido mucha gente que ha luchado en entornos difíciles y en apariencia inmodificables, como Sarmiento en la Argentina del siglo XIX. Pero, como dije también entonces, yo no soy Sarmiento ni tengo alma de mártir. Me gustan las sociedades (y las personas) que son capaces de aprender la lección y evolucionar, no las que intentan justificar sus miserias con chivos expiatorios. Me gusta sentir que el esfuerzo y los malos tragos tienen un sentido, que los fracasos son instancias de aprendizaje que van a terminar por desnudar aquello que no funciona. Cuando no es así (como con Argentina) todo me resulta vano e insoportable. Necesito esa clave para entusiasmarme y no la encuentro. Y no, definitivamente no me interesa que me claven a ninguna cruz.
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