A raíz de la mudanza en Austria y, como previsible consecuencia, la masiva venta de libros que ha tenido lugar hoy, me ha dado por pensar en la transformación que ha sufrido a lo largo de estos últimos años mi relación con ellos.
Empezó, como la de muchos, con la compra de mala gana de los prescriptos para el colegio.
Siguió, en la secundaria, con la compra voluntaria de algunos libros que podríamos llamar iniciáticos, siendo el primero de ellos (o el primero que recuerdo) "El túnel" de, como suelo decir, el tótem de la alegría: Ernesto Sábato (ese viejo amargado que a los 16 años nos hace creer que estamos descubriendo las verdades últimas del Universo).
Después vino un derrotero menor por los caminos de Dostoievski, Bioy Casares, más Sábato, un poco más de Dostoievski, algo de filosofía, Marx, Gramsci, etc. (oh, sí, algún día yo también fui de izquierda).
Bueno, el hecho es que llegué a los veinte años con el firme propósito que todo lector que se precie de tal lleva consigo: la construcción de mi biblioteca.
Así fue entonces como durante años me entregué a interminables recorridos por librerías de viejo, husmeando entre anaqueles y encontrando de a poco los libros que más tarde adornarían dignamente mis estantes: Flaubert, Balzac, Hemingway, Nietzsche, Popper, Wilde, Baudelaire, etc.
Todo eso hasta que un día crucé finalmente la frontera del mal, es decir, leí un libro en formato digital.
Y no sólo lo leí, sino que fue uno de los libros más transformadores de mi vida.
Imaginen la situación por un momento: un no-libro, es decir un simple texto no editado en papel, había logrado emocionarme.
En pocos días, el velo del prejuicio se corrió por completo y puso en evidencia lo obvio: lo importante había sido siempre el contenido, no el soporte.
Hasta ese momento, para mí, la lectura de verdad, la lectura con mayúsculas, era la de los libros/papel. Los libros digitales eran, en cambio, para los no lectores, gente fría y sin el vuelo necesario para leer cosas fuera del universo técnico/científico.
Y si bien el objeto libro en sí puede ser algo digno de coleccionarse (como cualquier cosa bien hecha por un ser humano; sobre todo si, como en mi caso, se tiene alma de coleccionista), reconozco que a partir de entonces mi relación con el libro/papel ya no fue la misma.
Para decirlo con claridad: a partir de entonces básicamente dejé de comprar los libros que podía conseguir en formato digital.
Dejó de interesarme tener en mi biblioteca el ejemplar en particular que había leído, empezó a molestarme cada vez más la falta de espacio y, tan poco afecto a las relecturas completas como veinte años en contacto con los libros me lo pueden demostrar, empecé a sentir que lo realmente importante había estado siempre conmigo: las ideas que la sumatoria de todos esos libros me habían dado.
Por supuesto que siempre habrá libros que, tal vez por costumbre y porque ya me han acompañado durante tanto tiempo, conservaré: algunas buenas ediciones de obras inmortales de la literatura universal, la colección de revistas Sur con notas de Borges, los regalados por amigos y gente que quiero, primeras ediciones, etc.
Miércoles veinte de junio de dos mil doce. Todo eso pensaba hoy cuando las pilas atravesaban la puerta.
Por fin, creo que la venta de libros que uno ha amado, así como las mudanzas, nos permiten ejercitar una virtud esencial para la vida: la virtud del desapego.
No es poco.